Por Guillermo Jaim Etcheverry
Sin que lo sepamos, desde el momento mismo de nacer a los seres humanos nos esperan innumerables regalos de la más diversa naturaleza. Lo ha expresado muy bellamente J. M. Coetzee, el escritor sudafricano que recibió el Premio Nobel de Literatura en 2003. En un párrafo de su reciente libro Diario de un mal año " dice: "La mejor prueba que tenemos de que la vida es buena y por lo tanto de que tal vez, después de todo, exista un Dios que se preocupa por nuestro bienestar, es que a cada uno de nosotros, el día mismo en que nacemos, le llega la música de Juan Sebastián Bach. Llega como un regalo, no ganado, no merecido, gratis."
El problema reside en el hecho de que no siempre llegamos a saber que hemos recibido regalos como el que describe Coetzee. Depende de las circunstancias que rodean nuestro desarrollo como personas el que alguna vez logremos apropiarnos de esos presentes que están allí, esperándonos.
Es responsabilidad de la sociedad y, en especial, de padres y maestros identificar esos regalos que nos están destinados y, además, valorarlos, es decir, advertir la importancia de que lleguen a nosotros. Si los conocen y los consideran valiosos, supuestos que no siempre se dan, deberán, además, estar interesados en guiarnos y acompañarnos en su búsqueda. No siempre es fácil recorrer el camino que nos conducirá a descubrir los envoltorios que contienen los dones que nos esperan. Es ésta otra manera de definir la educación: la introducción de los recién llegados, los "nuevos" de los griegos, a un mundo ya existente, como sostenía Hannah Arendt.
Si los padres o las instituciones sociales -la escuela- no identifican o no valoran esos regalos que recibimos al nacer, no nos alertarán sobre su existencia, lo que casi seguramente nos condenará a no encontrarlos nunca. Miraremos hacia la dirección equivocada, nos internaremos por senderos erróneos, jamás llegaremos a saber que éramos destinatarios de algo muy valioso que sólo esperaba nuestra llegada.
Se trata de regalos peculiares, porque no se agotan en la posesión, sino que, muy por el contrario, ésta aumenta su posibilidad de ser recibidos por otros. Precisamente ese mecanismo de multiplicación -la necesidad de ser compartidos- hace que el destino de los bienes culturales se vea amenazado cuando no se los descubre, cuando quedan ocultos, cuando no pasan de mano en mano; cuando, en fin, se interrumpe la transmisión de la herencia. Lo ha expresado acertadamente un reconocido experto británico en educación, Chris Woodhead, cuando afirmó: "La civilización está colgada de una generación a otra en el hilo de la memoria".
Volviendo al ejemplo de Coetzee, si nadie escuchara más a Bach -o leyera a Dostoievski, o contemplara la obra de Velázquez o de Rembrandt- se perdería la posibilidad de que los "nuevos" conocieran los regalos de los que muchos ya han logrado disfrutar. Refiriéndose a Bach, el escritor completa su párrafo diciendo: "¡Cómo quisiera hablar aunque más no fuera sólo por una vez con ese hombre muerto hace ya tantos años! Sepa que nosotros en el siglo XXI aún ejecutamos su música, la reverenciamos y la amamos, nos absorbe, nos conmueve, nos fortalece y nos alegra. Le diría: En nombre de toda la humanidad, acepte por favor estas palabras de agradecimiento, inadecuadas como resultan..."
Nuestra responsabilidad como formadores de nuestros hijos y de nuestros alumnos -el otro nombre de los hijos- reside en asumir la responsabilidad por el mundo y ayudarlos a descubrirlo y a apropiarse de él. Que no es otra cosa que identificar, valorar y ayudar a descubrir esos regalos no ganados, no merecidos y gratuitos que, sin embargo, desde el momento de nacer nos pertenecen y, ocultos, nos aguardan.