El misterio de los otros.
Por Mori Ponsowy
El otro día me pareció que mi hijo tenía una mirada triste. Comía en silencio, sumergido dentro de sí mismo, atento sólo a sus pensamientos de trece años. Me dio miedo sospechar que le pudiera estar pasando algo malo, algo difícil que no se atreviera a contarme. Estiré mi mano hasta acariciar la suya. "¿En qué estás pensando?", le pregunté. Traté de no sonar preocupada. El parpadeó, y dijo con una sonrisa que no terminó de dibujarse del todo: "En un capítulo de Dragon Ball , cuando Gokú se convierte en mono".
Su respuesta me hizo pensar en un tema que cada vez me desconcierta más: ¿cuánto podemos conocer a los otros? ¿Cuántos de sus sentimientos más profundos alcanzamos a compartir? ¿Podemos afirmar alguna vez que en realidad conocemos a otra persona o, más bien, todo cuanto podemos hacer es conjeturar, intentar aproximarnos a su esencia? ¿A cuántos nos ha pasado que, después de años de dormir junto a alguien, una mañana nos despertamos con la impresión de que esa persona a nuestro lado es un extraño? ¿Un cuerpo nada más, un cuerpo cuyos pensamientos y afectos nos son desconocidos?
La literatura está llena de personajes que de pronto deben enfrentarse a esa extrañeza. "Gabriel la miró dormida, como si él y ella nunca hubieran vivido juntos como un hombre y una mujer", escribe Joyce en Los muertos . Un instante antes, Gabriel se ha enterado casi por azar del pobre papel que él, su esposo, juega en la vida de ella.
En Pastoral americana , una maravillosa novela de Philip Roth, uno de los personajes se pregunta: "¿Qué hemos de hacer con este asunto tremendamente importante de los otros?". Y sigue: "Te equivocas acerca de ellos antes de conocerlos mientras imaginas que los vas a conocer; te equivocas acerca de ellos mientras estás con ellos; y después vas a tu casa y le cuentas a alguien acerca del encuentro y te equivocas acerca de ellos otra vez".
Quizá no debería asombrarme tanto que esto fuera así. Pienso en mí misma, en el modo en que los demás me ven. Una vez, al poco tiempo de llegar a la Argentina, salí a tomar un café con una periodista a quien acababa de conocer. Ella era la editora de una revista para la que yo quería empezar a escribir. Además de estar nerviosa porque era mi primera incursión en el periodismo local, la chica me cohibía mucho. Era expansiva, movía los brazos demasiado y sus opiniones eran contundentes. Yo hacía lo que suelo hacer en esos casos, no porque me lo proponga, sino porque me intimido: callaba y la dejaba hablar. De pronto, ella me dijo: "Me encantaría tener tu seguridad. Ese aplomo". Por timidez -¿o porque no me convenía?- no me atreví a sacarla de su error.
En Dragon Ball , Gokú es el bueno. Los malos son Freezer, Cell y Majin Boo. Al igual que en la mayoría de los cuentos infantiles, no queda duda acerca de cuál es el lugar que ocupa cada uno, el valor que encarna. Pero la vida, como la buena literatura, no es como Dragon Ball ni como la mayoría de las novelas chatarra. Lo maravilloso de autores de la talla de Philip Roth es que nos entregan personajes contradictorios, llenos de pliegues y circunvoluciones. Personajes que dudan, que se arrepienten, que tienen miedo. Personajes que no siempre reaccionan de la misma manera ante los mismos hechos y cuya maldad o bondad nunca es del todo incuestionable. Personajes, como nosotros, que no siempre dicen todo lo que piensan, o que dicen exactamente lo contrario de lo que están pensando.
Creo que muchos tenemos un anhelo de simplicidad. Un deseo casi infantil de entender y ordenar el mundo que nos rodea. ¡Sería tan cómodo saber que esto está bien y esto otro mal, que éste me quiere y éste no! El problema de esa idea es que peca de ingenua: las personas -como las sociedades- somos tremendamente complejas; rara vez actuamos movidas por una sola razón, rara vez somos unidimensionales, rara vez decimos toda la verdad.
Es probable que mi hijo realmente estuviera pensando en Gokú y su cola de mono mientras comíamos. Pero también es probable que me dijera eso para resguardar su privacidad. O para no preocuparme. O simplemente para hacerme reír. No tengo manera de saberlo. Por más que siempre ando buscando respuestas, creo que los otros nunca dejarán de ser un misterio para mí. Tampoco yo soy transparente ante mi propia mirada, ni estoy muy segura de por qué hago algunas de las cosas que hago. Tal vez aceptar estos misterios, no querer encajonarlos en compartimientos fáciles, sea reconocer la vida en su enorme complejidad y su desconcertante riqueza. Tal vez aceptar que ni nosotros ni los otros somos unívocos y unidireccionales, sino polifacéticos, complicados, contradictorios, de a ratos generosos y de a ratos mezquinos, sea uno de los rasgos de la adultez.
viernes, 8 de mayo de 2009
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