Horacio López Para LA NACION
Lavarse las manos salva muchas vidas. Este es el mensaje que impulsa la Organización Mundial de la Salud (OMS) para que comprendamos la importancia y el impacto de esta simple acción.
Desde hace pocos días nos estamos informando acerca de la circulación en distintos países de un virus de la influenza potencialmente pandémico, el de la gripe porcina. Esto, naturalmente, preocupa a todos.
Además, como se trata de un nuevo virus, no hay vacuna -ni la habrá por algunos meses- que sea eficaz para protegernos de él.
Entonces, ¿qué podemos hacer además de preocuparnos?
La respuesta es ocuparnos, participando activamente en algunas medidas útiles de prevención.
Una de ellas es lavarnos las manos, acto que depende de cada uno de nosotros y que, además de ser esencial, podemos comenzar a hacerlo desde hoy.
Creo que es muy importante que en cada hogar antes y después de sentarse a la mesa a comer, después de estornudar, toser o sonarse la nariz, después de ir al baño y cuando las manos estén visiblemente sucias, los padres se laven las manos con agua y jabón y les enseñen a hacerlo a sus hijos.
Sería útil, además, que estimulen a los niños para que con sus compañeros y maestros hablen de ésta que hoy parece una "novedad", que aprendimos y veíamos hacer a nuestros mayores.
Por supuesto, es fundamental reiterar permanentemente este buen hábito, hasta que lo incorporemos definitivamente.
Lavarse las manos no sólo es una de las medidas más útiles para disminuir el riesgo de infectarse con éste y otros virus de la gripe, sino por cierto lo es también para otros microbios responsables de distintas enfermedades respiratorias, del aparato digestivo, etc.
Habrá que ver día a día cuál será la evolución de este problema. Pero desde hoy, para cuidar a nuestra familia, a la comunidad y a nosotros, lavarse las manos.
Esta, sí, es nuestra exclusiva responsabilidad.
El autor es titular de infectología de la Facultad de Medicina de la UBA
lunes, 11 de mayo de 2009
viernes, 8 de mayo de 2009
Regalo semanal
El misterio de los otros.
Por Mori Ponsowy
El otro día me pareció que mi hijo tenía una mirada triste. Comía en silencio, sumergido dentro de sí mismo, atento sólo a sus pensamientos de trece años. Me dio miedo sospechar que le pudiera estar pasando algo malo, algo difícil que no se atreviera a contarme. Estiré mi mano hasta acariciar la suya. "¿En qué estás pensando?", le pregunté. Traté de no sonar preocupada. El parpadeó, y dijo con una sonrisa que no terminó de dibujarse del todo: "En un capítulo de Dragon Ball , cuando Gokú se convierte en mono".
Su respuesta me hizo pensar en un tema que cada vez me desconcierta más: ¿cuánto podemos conocer a los otros? ¿Cuántos de sus sentimientos más profundos alcanzamos a compartir? ¿Podemos afirmar alguna vez que en realidad conocemos a otra persona o, más bien, todo cuanto podemos hacer es conjeturar, intentar aproximarnos a su esencia? ¿A cuántos nos ha pasado que, después de años de dormir junto a alguien, una mañana nos despertamos con la impresión de que esa persona a nuestro lado es un extraño? ¿Un cuerpo nada más, un cuerpo cuyos pensamientos y afectos nos son desconocidos?
La literatura está llena de personajes que de pronto deben enfrentarse a esa extrañeza. "Gabriel la miró dormida, como si él y ella nunca hubieran vivido juntos como un hombre y una mujer", escribe Joyce en Los muertos . Un instante antes, Gabriel se ha enterado casi por azar del pobre papel que él, su esposo, juega en la vida de ella.
En Pastoral americana , una maravillosa novela de Philip Roth, uno de los personajes se pregunta: "¿Qué hemos de hacer con este asunto tremendamente importante de los otros?". Y sigue: "Te equivocas acerca de ellos antes de conocerlos mientras imaginas que los vas a conocer; te equivocas acerca de ellos mientras estás con ellos; y después vas a tu casa y le cuentas a alguien acerca del encuentro y te equivocas acerca de ellos otra vez".
Quizá no debería asombrarme tanto que esto fuera así. Pienso en mí misma, en el modo en que los demás me ven. Una vez, al poco tiempo de llegar a la Argentina, salí a tomar un café con una periodista a quien acababa de conocer. Ella era la editora de una revista para la que yo quería empezar a escribir. Además de estar nerviosa porque era mi primera incursión en el periodismo local, la chica me cohibía mucho. Era expansiva, movía los brazos demasiado y sus opiniones eran contundentes. Yo hacía lo que suelo hacer en esos casos, no porque me lo proponga, sino porque me intimido: callaba y la dejaba hablar. De pronto, ella me dijo: "Me encantaría tener tu seguridad. Ese aplomo". Por timidez -¿o porque no me convenía?- no me atreví a sacarla de su error.
En Dragon Ball , Gokú es el bueno. Los malos son Freezer, Cell y Majin Boo. Al igual que en la mayoría de los cuentos infantiles, no queda duda acerca de cuál es el lugar que ocupa cada uno, el valor que encarna. Pero la vida, como la buena literatura, no es como Dragon Ball ni como la mayoría de las novelas chatarra. Lo maravilloso de autores de la talla de Philip Roth es que nos entregan personajes contradictorios, llenos de pliegues y circunvoluciones. Personajes que dudan, que se arrepienten, que tienen miedo. Personajes que no siempre reaccionan de la misma manera ante los mismos hechos y cuya maldad o bondad nunca es del todo incuestionable. Personajes, como nosotros, que no siempre dicen todo lo que piensan, o que dicen exactamente lo contrario de lo que están pensando.
Creo que muchos tenemos un anhelo de simplicidad. Un deseo casi infantil de entender y ordenar el mundo que nos rodea. ¡Sería tan cómodo saber que esto está bien y esto otro mal, que éste me quiere y éste no! El problema de esa idea es que peca de ingenua: las personas -como las sociedades- somos tremendamente complejas; rara vez actuamos movidas por una sola razón, rara vez somos unidimensionales, rara vez decimos toda la verdad.
Es probable que mi hijo realmente estuviera pensando en Gokú y su cola de mono mientras comíamos. Pero también es probable que me dijera eso para resguardar su privacidad. O para no preocuparme. O simplemente para hacerme reír. No tengo manera de saberlo. Por más que siempre ando buscando respuestas, creo que los otros nunca dejarán de ser un misterio para mí. Tampoco yo soy transparente ante mi propia mirada, ni estoy muy segura de por qué hago algunas de las cosas que hago. Tal vez aceptar estos misterios, no querer encajonarlos en compartimientos fáciles, sea reconocer la vida en su enorme complejidad y su desconcertante riqueza. Tal vez aceptar que ni nosotros ni los otros somos unívocos y unidireccionales, sino polifacéticos, complicados, contradictorios, de a ratos generosos y de a ratos mezquinos, sea uno de los rasgos de la adultez.
Por Mori Ponsowy
El otro día me pareció que mi hijo tenía una mirada triste. Comía en silencio, sumergido dentro de sí mismo, atento sólo a sus pensamientos de trece años. Me dio miedo sospechar que le pudiera estar pasando algo malo, algo difícil que no se atreviera a contarme. Estiré mi mano hasta acariciar la suya. "¿En qué estás pensando?", le pregunté. Traté de no sonar preocupada. El parpadeó, y dijo con una sonrisa que no terminó de dibujarse del todo: "En un capítulo de Dragon Ball , cuando Gokú se convierte en mono".
Su respuesta me hizo pensar en un tema que cada vez me desconcierta más: ¿cuánto podemos conocer a los otros? ¿Cuántos de sus sentimientos más profundos alcanzamos a compartir? ¿Podemos afirmar alguna vez que en realidad conocemos a otra persona o, más bien, todo cuanto podemos hacer es conjeturar, intentar aproximarnos a su esencia? ¿A cuántos nos ha pasado que, después de años de dormir junto a alguien, una mañana nos despertamos con la impresión de que esa persona a nuestro lado es un extraño? ¿Un cuerpo nada más, un cuerpo cuyos pensamientos y afectos nos son desconocidos?
La literatura está llena de personajes que de pronto deben enfrentarse a esa extrañeza. "Gabriel la miró dormida, como si él y ella nunca hubieran vivido juntos como un hombre y una mujer", escribe Joyce en Los muertos . Un instante antes, Gabriel se ha enterado casi por azar del pobre papel que él, su esposo, juega en la vida de ella.
En Pastoral americana , una maravillosa novela de Philip Roth, uno de los personajes se pregunta: "¿Qué hemos de hacer con este asunto tremendamente importante de los otros?". Y sigue: "Te equivocas acerca de ellos antes de conocerlos mientras imaginas que los vas a conocer; te equivocas acerca de ellos mientras estás con ellos; y después vas a tu casa y le cuentas a alguien acerca del encuentro y te equivocas acerca de ellos otra vez".
Quizá no debería asombrarme tanto que esto fuera así. Pienso en mí misma, en el modo en que los demás me ven. Una vez, al poco tiempo de llegar a la Argentina, salí a tomar un café con una periodista a quien acababa de conocer. Ella era la editora de una revista para la que yo quería empezar a escribir. Además de estar nerviosa porque era mi primera incursión en el periodismo local, la chica me cohibía mucho. Era expansiva, movía los brazos demasiado y sus opiniones eran contundentes. Yo hacía lo que suelo hacer en esos casos, no porque me lo proponga, sino porque me intimido: callaba y la dejaba hablar. De pronto, ella me dijo: "Me encantaría tener tu seguridad. Ese aplomo". Por timidez -¿o porque no me convenía?- no me atreví a sacarla de su error.
En Dragon Ball , Gokú es el bueno. Los malos son Freezer, Cell y Majin Boo. Al igual que en la mayoría de los cuentos infantiles, no queda duda acerca de cuál es el lugar que ocupa cada uno, el valor que encarna. Pero la vida, como la buena literatura, no es como Dragon Ball ni como la mayoría de las novelas chatarra. Lo maravilloso de autores de la talla de Philip Roth es que nos entregan personajes contradictorios, llenos de pliegues y circunvoluciones. Personajes que dudan, que se arrepienten, que tienen miedo. Personajes que no siempre reaccionan de la misma manera ante los mismos hechos y cuya maldad o bondad nunca es del todo incuestionable. Personajes, como nosotros, que no siempre dicen todo lo que piensan, o que dicen exactamente lo contrario de lo que están pensando.
Creo que muchos tenemos un anhelo de simplicidad. Un deseo casi infantil de entender y ordenar el mundo que nos rodea. ¡Sería tan cómodo saber que esto está bien y esto otro mal, que éste me quiere y éste no! El problema de esa idea es que peca de ingenua: las personas -como las sociedades- somos tremendamente complejas; rara vez actuamos movidas por una sola razón, rara vez somos unidimensionales, rara vez decimos toda la verdad.
Es probable que mi hijo realmente estuviera pensando en Gokú y su cola de mono mientras comíamos. Pero también es probable que me dijera eso para resguardar su privacidad. O para no preocuparme. O simplemente para hacerme reír. No tengo manera de saberlo. Por más que siempre ando buscando respuestas, creo que los otros nunca dejarán de ser un misterio para mí. Tampoco yo soy transparente ante mi propia mirada, ni estoy muy segura de por qué hago algunas de las cosas que hago. Tal vez aceptar estos misterios, no querer encajonarlos en compartimientos fáciles, sea reconocer la vida en su enorme complejidad y su desconcertante riqueza. Tal vez aceptar que ni nosotros ni los otros somos unívocos y unidireccionales, sino polifacéticos, complicados, contradictorios, de a ratos generosos y de a ratos mezquinos, sea uno de los rasgos de la adultez.
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